lunes, 11 de mayo de 2009

La Tierra Árida que se hace Fértil


Desde el fondo de la caverna, la mortaja comiteril lanza el lánguido quejido de la indignación, como si los requisitos constitucionales solicitaran algún peaje universitario o la virtud de una “carrera”, un prestigioso palmarés que documente (y encorsete) la idoneidad, estableciendo un patrón selectivo de fuerte naturaleza excluyente. Pienso, básicamente, en una película como El Candidato, ese guión de David Viñas que recorre el sub-mundo decadente de una política que se disuelve en una solemne tertulia de doctos y notables que se visualizan a sí mismos como los elegidos para “regir los destinos”, y que miran el “desorden” de la masa carnavalesca en las calles aledañas con la grotesca extrañeza del que pertenece a una casta, y detrás del vidrio oscuro de una ventana.

Ahora que se cerraron las puertas del cielo y la polémica candidateril es una anécdota, la pregunta por los criterios y aptitudes socialmente valorados para acceder a la política y a los cargos públicos merece hacerse, para intentar comprender hasta que punto aquella pulsión cuasi-nobiliaria se mantiene reconvertida en “la necesidad de currículo” como salvaguarda de un buen ejercicio de la función pública. Presunción esta última que, para vastos sectores sociales y políticos, no admitiría prueba en contrario.

Gran parte de este imaginario se condensa en la apetencia que los partidos políticos tienen por las llamadas listas con “candidatos de lujo”: personajes eminentes en sus respectivas áreas de labor intelectual (académicos, doctores de toda índole, religiosos, juristas, licenciados, economistas) que no están contaminados con la promiscuidad de las estructuras partidarias y militantes, y que prometen gracias a su inestimable bagaje cognitivo, depurar “la suciedad de la política”. Aquello tan bien reflejado en la lista de candidatos del Frente Grande para la Convención Constituyente de 1994.

Queda visto que se respondió de modos muy diversos al problema de las fallas de representatividad política, y que “el candidato de lujo” era la respuesta bien-pensante ante “el repudiable laboratorio del Dr. Caligari” del peronismo menemista con Palito, el Lole, Scioli, y otros “impresentables emanados del circo de la frivolidad”. Como si en política, la idoneidad para ejercerla o no quedara definida a partir del clivaje “erudición-frivolidad”.

Decía Ramón Ortega (que gobernó una provincia) que cuando se comienza a gobernar y llega la hora de tomar decisiones, las buenas intenciones se evanescen ante las consecuencias equivocadas de una a priori “buena decisión”, y entonces surgen las oposiciones, los conflictos. Vaya si lo sabrá, por ejemplo, Fabiana Ríos, de quién, después de completar sus cuatro años de mandato, será difícil decir que hizo una gestión acorde a las expectativas generadas: humo sobre el agua, quizás Ortega haya hecho mejores labores en Tucumán, si entramos en el odioso terreno de la comparación.

Digo: el ingreso a la política es aventurarse en un erial igualador, nivelador, donde los pergaminos ceden ante la necesidad de otro tipo de conocimiento, que poco tiene que ver con el enciclopedismo y con “tener preparación”, y más con las evaluaciones del terreno que se pisa al caminar, esas evaluaciones que hacen tomar el camino correcto, y junto con ello, tener la sensibilidad.

Las mejores mujeres de la política (de la forma de la política que a mí me interesa) no salieron de un instituto de investigaciones y estudios culturales. Evita era actriz, y esto lo menciono sólo para señalar de qué aguas prefirió abrevar el peronismo.

Y de esas ignominiosas aguas brotaron los dos productos menemistas que hoy aparecen como los más idóneos (¿los únicos?) políticos para gobernar el país en el 2011: Scioli y Reutemann.

Y hago mi retractación: cuando se barajó la posibilidad de que Andrea del Boca fuera candidata del peronismo en la CABA, yo expresé mi desacuerdo. Desacuerdo que tenía que ver con la inclusión de “famosos” en detrimento de genuina militancia con sobrados méritos y proclives a ser ninguneadas cuando se corta el bacalao: algo así como la solicitud de morochaje que hace D´elia, sin la literalidad cromática con la que fue interpretada esa petición. Pero que nunca implica la impugnación a la persona de Andrea del Boca ni a sus aptitudes, que sólo se verán en la cancha y no a partir de prejuicios baratos.

La solvencia argumental con la cual Andrea del Boca se deglutió a los esperpénticos panelistas de un penoso programa de cable que buscaron por todos los medios asumir el rol de tribunal popular para cuestionar “la transgresión política” de la Pinina, la hacen acreedora a una banca.

Culpable del delito moral de “mezclar su actividad social con la política”, Andrea tuvo que explicar con paciencia oriental en qué medida lo político reside en lo cotidiano, en una cosmovisión de la vida y no tanto en firmar solicitadas o gritar consignas de tajante elocuencia, y tuvo que explicar también que lo peronista está en la infancia, en lo doméstico y no exclusivamente en las filiaciones partidarias; aun así, y ante la voracidad del panel, aclaró su afiliación al Partido Justicialista y al Sindicato de Actores, y comprendió que algunos la prejuzgaran desde la supuesta “frivolidad” con la que carga su figura. Las caras de orto de los panelistas no pudo ser borrada. Y en cada frase en la que reafirmaba ser peronista, aparecía la lucidez de la típica nacida y criada.

Por eso, antes de tirarle una banca a la Lubertino para que mude su puesto de venta ambulante de merchandising progre del INADI a la Legislatura, me quedo toda la vida, pero toda la vida, con Andrea del Boca. Como también celebro que Marcela Acuña sea concejal, para horror de los adalides de “la nueva forma de hacer política”.

No hay un meritonómetro que diga que el valioso filósofo Ricardo Forster esté más capacitado para legislar que la compañera Andrea del Boca. Los dos desconocen la labor, los dos necesitarán asesores, los dos tendrán sus ideas y los dos serán evaluados por el pueblo. De quién de los dos tiene mayor “conciencia política”, nos podemos hacer una idea más nítida: en el 2003, mientras Andrea votaba al peronismo kirchnerista, Ricardo votaba a Elisa Carrió.