martes, 25 de mayo de 2010

Amor Extralargo


Hoy iban, para allá, los trenes hasta la manija. Lo que se consolidó  en ocho años fue una pulsión para un nacionalismo demócratico moderno de después de la dictadura. El 19 y 20 de 2001 fue también ponerle los clavos al féretro de las promesas no cumplidas por la jeunesse democrática. El pueblo otorgó una sabia tregua mientras se lamía las heridas y bajaba la fiebre del “que se vayan todos”. Otro 25, y Kirchner se tiraba de cabeza a una multitud que pedía a gritos romper con el protocolo. Hay un momento en el que hay una necesidad de creer.

En ese proceso de búsqueda y expresión de lo nacional, la trama kirchnerista no fue inocua: alivió el tráfico para que esa autonomía societal explorara mejor cómo carajo expresar una identidad nacional de la democracia para adelante, y a la vez darle sepultura a los estereotipos discursivos y simbólicos de lo nacional que se fraguaron sobre un pasado que ya no existe. Es un tránsito lento, pero visible, y más lo fue en estos festejos del Bicentenario. Este deseo de una hospitalidad nacional es una sociedad que tiene una necesidad de amor. Una sociedad que pide políticamente que el Estado la ame. Que sus dirigentes políticos la amen. Un amor que todavía no es correspondido.

De lo que yo me abstendría, es de hacerle unos rayos X políticos partidarios a los diversos festejos y movilizaciones masivas del Bicentenario. Veo que hay mucha ansiedad, en la tribuna política, por establecer los resultados político-futboleros de este fotograma. Una ansiedad por matematizar ya electoralmente el comportamiento de este flujo bicentenarista. Una ansiedad por imaginarnos que boleta llevarán dentro de un año al cuarto oscuro cada uno de esos miles que compran comidas regionales en la 9 de julio. Tranqui, muchachos, dejemos vivir.

Cuando se hace una comparación política tan binaria y desprovista entre el recital de la 9 de Julio y la reinauguración del Teatro Colón, cuando se hace una mensura tan escuálida del arte (el ficticio clivaje popular-elitista), yo me acuerdo de lo que solía decir Miguel Ángel Estrella cuando llevaba Mozart a los públicos no habituales: ahí pasa algo difícil de explicar, pero pasa. Y la gran transgresión es ésa, llevar lo declamado elitista al lugar prohibido, y no reproducir una sobreactuación distorsionada de lo que la cultura popular debe ser y lo que no debe ser. Por eso es que pienso que Cristina debió ir al Teatro Colón, para no fomentar una representación política del acto (Macri, Cobos, Binner) que los artistas y laburantes del Teatro Colón no merecen, y que tampoco merecen los argentinos interesados en ese acontecimiento. ¿Los que fueron a ver al Chaqueño eran el pueblo peronista y los que estuvieron en la calle frente al Colón eran pichones de oligarca? No busquemos un tesoro político donde no lo hay. Y sí, Macri hizo una apropiación política de la reinauguración del Colón bastante grosera en tándem con canal 13. Una crónica mediática más. ¿Y? Nada, sólo confirmar que Macri no entiende por dónde pasa la política real, y que Néstor y Cristina sí lo saben, aún cuando hagan terribles esfuerzos por no demostrarlo. Y sí, Cristina debió ir al Colón para romper el monocromo de la foto. Era un tiro fácil para ella. Y de paso se atenuaba esa lógica binarista de la narración política que ya no es necesaria, ni social ni políticamente. Yo sé que es más cómodo y reconfortante pensar un ellos y un nosotros que nos deje dormir de noche: pero es notoriamente conservador pensar al público de la Sole como bastión popular y al del Colón como casta oligárquica. Es más interesante la subversión de estos órdenes, es más popular la transgresión del límite: ¿o que fue lo que condenó a la tacha de infamia a Perón y Eva luego del  ´55?

Al final lo más sensato lo dijo Chiche Gelblung en medio del caretaje: todo muy lindo, pero el Colón debe renunciar a la gestualidad elitista; esto hay que democratizarlo. Esa es la discusión, y no otra. A mí me gusta Soledad, el Chaqueño me aburre. El ballet me entretiene, la ópera me aburre. Pero más que de uno u otro, gusto en dosis muy extremas del blues, del hard-rock, del pop para divertirse y de la música electrónica (y además de todo eso, juego al tenis): ¿me tengo que quedar en mi casa porque no encarno ningún estereotipo del ser nacional? ¿Soy oligarca o popu?

La cultura popular no es un ghetto: la política estatal tiene que actuar para la democratización del Teatro Colón. No subestimemos el gusto popular, no hagamos una prisionización conceptual allí donde se necesita liberar. No privemos a un pibe del Conurbano de poder ver bailar a Natalia Osipova e Iván Vasiliev si es que el Colón trae alguna vez al Bolshoi: permitamos que esto se incorpore a su dísco rígido, y conviva con Daddy Yankee.