martes, 28 de septiembre de 2010

Con la Aguja y la Cuchara

No sé de gays que perecieran por no acceder al matrimonio civil legal y liberal, pero sí he visto morir mujeres por abortos  mal practicados a los que fueron obligadas por la veda estatal.

Allí donde una abstracta, clásica y lejana programática progresista homologaría ambos temas (uno a renglón seguido del otro en el panfleto), una política popular que ambicione rozar la epidermis estatal los diferencia, los recategoriza, y los separa.

Se ha escrito mucho sobre el aborto, se han caracterizado potentes imaginarios en su favor y en su contra y se han desarrollado rascacielos filosóficos, que luego deben ser sostenidos al costo de diluir cualquier acercamiento real al problema. Es notable como los pro y los anti, por defender posiciones a la luz de la oralidad flamígera, pierden de vista la realidad que se revela tras los bastidores del aborto no permitido. Una mujer que va a abortar no piensa en el feminismo, en el mandato divino, en “el derecho a elegir” o en “matar una vida”. Una mujer que necesita abortar (porque abortar es una necesidad, no un gusto) piensa en cómo sobrepasar todo el obstruccionismo (legal, sanitario, cultural, familiar) promovido por la situación de clandestinidad, se asesora precariamente con una prima o amiga, con el farmacéutico de la cuadra, y junta la guita. El resto lo determina la relación posmoderna entre capitalismo y salud: la que tiene más dinero tiene menos posibilidades de morir, de acuerdo a la infraestructura sanitaria que pueda pagar. Que una mujer vaya a Efectivo Sí a sacar un crédito de 5000 pesos a tasa usuraria para poder abortar en una clínica privada y no para pagar el catering de la fiesta matrimonial es algo más habitual de lo que parece; y tener luego que afrontar los avatares de una deudora morosa por sólo pretender un aborto digno, algo difícil de sobrellevar por lo injusto y doloroso que significa endeudarse para no morir.

Quienes están en contra de la despenalización del aborto quizás no comprendan que el acto de abortar es para la mujer (más allá de legalidades y puniciones) siempre dramático. Ninguna mujer sale con una sonrisa del consultorio después de un aborto exitoso: ni las chicas universitarias van al after office de Kilkenny a festejarlo, ni las niñas asalariadas del pos-conurbano van a bailar a Poupée para superar el trance. Retirar el articulado punitivo no fomentará una dionisíaca horda abortista, sino que habilitaría mejores enlaces estatales con una realidad que ya existe y que es necesario atender con el dispositivo sanitario del Estado. La legislación vigente imposibilita la llegada de ese dispositivo al problema, y por eso es necesaria la despenalización: para eliminar esa asfixia que obtura al grifo sanitario. Un análisis político realista debiera asumir que el aborto no es un problema ideológico, religioso o filosófico: a los efectos prácticos y concretos de su resolución estatal, el aborto es un problema sanitario, porque hay una ausencia de acceso igualitario y seguro al sistema de salud pública.

Algunos bienpensantes podrán decir que la solución no es despenalizar, y recomendarán la paciencia docente de la información anticonceptiva y la educación sexual. Un gesto tan loable como lejano y absurdo para una mujer que corre una carrera contra las 12 semanas que tiene para ejecutar una decisión. La realidad indica que si desde el 2000 para acá las muertes por abortos mal hechos disminuyeron, no fue tanto por la acción docente del Estado y la conciencia sexual sino por la difusión boca en boca del uso del misoprostol como abortivo de riesgo nulo. La popularidad del misoprostol surge de la tarea indagatoria de pendejas exploradoras que anotaron en su diario personal cada detalle de la atención hospitalaria recibida ante el primer aborto mal hecho. Chicas pícaras que notaron que la pastilla que les metían para inducir el sangrado completo la podían comprar, y hacer el procedimiento en casa, bien lejos de los quirófanos. El misoprostol fue un descubrimiento artesanal y autodidacta que las mujeres encontraron en una búsqueda bastante solitaria contra los obstáculos de la mudez sanitaria y la opacidad de la sanción penal, y en los vericuetos clandestinos de un médico amigo que se copaba y tiraba la data, o el farmacéutico que informaba con carpa y daba el nombre de la droga. Desde ya, en los programas de salud reproductiva esa información no estaba disponible.

Sin embargo, todavía el acceso al misoprostol no es masivo y homogéneo, ni hay una difusión informativa completa sobre su posología adecuada. Yo veo que los debates sobre el aborto son una paja inacabada de teoricismos entre pros y antis. Hablan de Dios, de la Iglesia, de la liberación femenina, de la Naturaleza, de la lucha de género, del derecho a la vida y yo la verdad es que no entiendo nada, no sale nada concreto de eso, del aborto ni hablan. Van a la tele, se gritan, se indignan. De los antiaborto es comprensible escuchar ignorancia o hipocresía de alto calibre, pero las chicas proabortistas también se deliran con teologías de la liberación, se solazan con la metralleta anticlerical, y yo no escucho a ninguna de ellas aprovechar esos 10 minutos de televisión que tienen cada tanto, y entonces miren a la cámara y digan: “Nena, si vos tenés que abortar, andá a la farmacia y comprá una tira de Oxaprost. Aunque se venda con receta, hay muchos farmacéuticos que la venden sin. Te metés una pastilla adentro de la concha antes de las 12 semanas y cuando empezás  a sangrar te vas al hospital para que te terminen de hacer el aborto, y así quedás sometida al control médico posabortivo.” ¿Tan jodido es informar esto y evitar delirarse con “el derecho a elegir” y otros argumentos improductivos? A veces pienso que muchas eminencias académicas que argumentan en favor de la despenalización lo hacen con la frialdad de quienes han hecho elecciones de vida que ni siquiera se plantean los conflictos y dilemas de la instancia maternal (tanto para acceder a ella como para rechazarla) y entonces todo deriva en una gramática gélida y conicetiana donde “aborto” es sólo un ornamento sintáctico. (Espero que el inadismo bolchevique -que está de moda- no me mande  a detener por esto que digo). ¿Lubertino habló del misoprostol en el programa que tiene en Metro? No es mala leche, sólo que no recuerdo. Espero que sí.

Cuando se debatió el rango legal de la Guía para la atención de abortos no punibles, también hubo un descalce argumental cuando se hizo una interpretación extensiva del art. 86 del código penal. Si una mujer violada va al hospital con la denuncia penal o la declaración jurada y pide que le hagan el aborto, no se lo hacen. Esa es la realidad, y no lo que recomienda la letra de la Guía, porque prevalece la interpretación restrictiva de la jurisprudencia y la doctrina jurídica, y los médicos tienen miedo de que los denuncien e ir en cana. Esta es la realidad con la que se encuentra una mina que llega a la puerta del hospital, a pesar de que en la tele las diputadas Juliana Di Tullio y Cecilia Merchán digan “se tiene que aplicar la Guía, y el aborto te lo tienen que hacer”: ¿quién se hace cargo de este gravísimo desajuste entre teoría y realidad? Para evitar estos problemas se necesita despenalizar, y que no haya ambigüedad legal. La guía fue una decisión inteligente de la administración Ginés, pero luego no hubo una decisión político-sanitaria para llevar la guía a los médicos de los hospitales, no hubo una bajada de línea clara del tipo “apliquen la guía que la autoridad sanitaria los va a bancar”. La eficacia política de la función estatal también se mide por la capacidad de sus agentes para leer la realidad y surfear por los intersticios entre la legalidad y la ilegalidad: el Estado debe garantizar pisos de ilegalidad que hagan posible la circunstancia de la justicia social, y una aplicación firme de la Guía de atención de abortos frente a un código penal severo iba en esa línea, que sin duda González García tuvo en mira a la hora de hacer una política sanitaria más activa en el tema, mientras el aborto no se despenalizara. Los ministros que siguieron fueron para atrás en este tema, y hoy más que nunca queda expuesto que la inacción sanitaria sólo cesará cuando se decrete la despenalización.

Que el 30% de la mortalidad materna sea por abortos mal hechos en la clandestinidad, es decir por una prestación que el sistema de salud pública omite realizar deliberadamente, es una vergüenza difícil de explicar para quienes creemos en la centralidad política del Estado, y en su insustituibilidad reparatoria. Mi pequeña épica es que haya distribución gratuita de cajitas de misoprostol en las unidades sanitarias, en los hospitalitos vecinales, que las chicas tengan su pastillita sin yugarla, porque no lo merecen. Todo eso, mientras esperamos la despenalización.

jueves, 16 de septiembre de 2010


Algunas coplitas tardías sobre el acto de la juventud en el Luna Park dirían más o menos así...

1. Es una obligación política del peronismo hacer la contención del engorde juvenil que tiene en la figura de Kirchner un factor de legitimación imposible de soslayar. En ese sentido, el kirchnerismo aparece como un facilitador del tráfico militante que en las etapas previas del peronismo democrático estuvo ausente. Quiénes iniciamos algún tipo de militancia durante los noventa podemos dar fe de las oclusiones y los fríos que hicieron del vínculo entre juventud y peronismo un largo pasillo roto. Hoy existen mullidas condiciones para el rito de iniciación, lo que no es poco si evaluamos como todavía muy problemática la relación de los pibes con la política: dentro de este contexto, el que más incorpora es el peronismo.

2. El discurso de Cristina estuvo a la derecha de las representaciones que hoy se erigen como pilares del lógicamente entusiasta imaginario de las juventudes políticas peronistas. Y eso está bien, porque ese mismo discurso está a la izquierda de la acción política real con la que esas juventudes se van a encontrar cuando procesen mejor su día a día con el caleidoscopio peronista: ese es un camino que cada militante digestionará de modo diverso, con entera independencia de padrinos políticos, orgánicas o agrupaciones a las que pertenezcan. Cristina habló del compre nacional lanussista, de la juventud sindical, de la importancia de la unidad nacional y de que para un argentino no hay nada mejor que otro argentino. No me parecieron menores esas menciones áridas ante un auditorio más proclive al éxito de taquilla. Sesgada, la cuestión roza la piel delicada de una carencia: el engorde es militancia torrentosa, pero no hay cuadros. Y los pibes necesitan hacerse cuadros, el himen se desgarra, se le pierde el amor candoroso a la política para empezar a esculpir una vocación. El cuadro es un tipo que se encierra en un cuarto inhóspito a pensar en contra de sus intereses para luego salir y realizarlos. El cuadro no es frío, como dijo Cristina: el cuadro es un témpano. 

3. La juventud kirchnerista debe pasar a ser juventud peronista. Un sendero sinuoso, resbaloso, que sólo se puede iniciar después de un grado de acumulación política y al calor de ciertos climas épocales. Las juventudes políticas del peronismo deben construir un relato de su propia relación con las historias claroscuras del movimiento, y establecer su lugar en el mapa junto al resto del peronismo realmente existente de estos días, aunque a muchos esta tarea no les guste. En política no hacemos lo que nos gusta, hacemos lo que corresponde hacer. Yo veo que ese relato es difuso, y teme quedar a la intemperie del férreo paraguas kirchnerista, pero en esa expansión discursiva y en su correlativa acción política se juega la galvanización de una juventud peronista que pueda romper el cerco de la creativa transgresión consignista para ir hacia discusiones políticas y de poder más tangibles. Por eso me pareció un error (transitorio, considero) que algunos dirigentes juveniles eligieran como blanco a los intendentes del Conurbano; y acá volvemos a esa falta de relato propio hacia el peronismo que la juventud aún no ha construido, ahí hay un patchwork de discursos prestados que el tiempo debería evanescer: no deben ser "otros" (una otredad temporal, experimental, idiosincrásica) los que nos digan qué fue y qué es el peronismo. Las juventudes peronistas de la víspera deberán, en algún momento, decidir en que lugar poner a Rucci, a Herminio, a la renovación, a Chacho, al menemismo, al duhaldismo y al kirchnerismo. Y a lo que venga. Y no morir, por miedo, en el intento.

4. Me parece interesante ver de qué se habla en la finitud de las jotapés territoriales, que estuvieron sub-representadas en el acto. Y digo esto porque la representación de los intereses de los pibes es policromática, polirrubro, policlase, poli-poli. Por momentos, el indíce tématico vertido en el acto fue muy CABA. Para conducir hay que afinar todos los instrumentos, y más cuando todos quieren participar.

5. Para el próximo acto de las juventudes peronistas, un deseo: más pibes, y que ya no se cante Hasta Siempre. Que se cante una que sepamos todos.

domingo, 12 de septiembre de 2010

El Orgullo Nacional


Una mística no cabalga en el aire, sino que descansa en la marcialidad de los datos duros: dos campeonatos mundiales, tres medallas olímpicas y cuatros Champions Trophy, estar en la elite del deporte mundial (es decir, no bajar de semifinales en toda contienda internacional por los porotos), y todo eso en diez años.

Algo que vale la pena pensar es cómo muta y se actualiza la relación de la sociedad con el deporte en una fase tan álgida, crucial y social como la de la representación de lo nacional: verificar de que manera un deporte popular (y estereotipado como tal en la recidiva de los lugares comunes) como el fútbol va perdiendo su conexión monopólica con la realización concreta del sentimiento nacional deportivo por la falta de un proyecto nacional que le dé sustento y credibilidad. Y ahí, como en la política, la sociedad entrega premios y castigos, porque vivir de la nostalgia es para una minoría intensa, la pulsión social siempre va para adelante (a veces, conservar es ir para adelante) y lo hace notar en los más ínfimos episodios callejeros. Es difícil que el desdentado que vende encendedores en el tren no reconozca la estructura profunda que une a un deporte con el sentimiento de sus intérpretes en esa fase nacional que significa “representar al país”, porque allí son más detectables las imposturas y las excusas. Para los que alguna vez hemos practicado deportes por los puntos (casi todos lo hemos hecho alguna vez) es un golpe bajo (y una paradoja) que Tévez (el jugador del pueblo, según el estereotipo mediático, y el neo-mito de la movilidad social ascendente, según la bomba Sonia Budassi) diga, a cinco minutos de la eliminación del mundial y con el cadáver caliente del 0-4, que la derrota “fue una circunstancia” con tono docente, mientras de reojo controla los mensajes de texto que le van cayendo en el blackberry. Y la verdad que no, que cuando terminás de perder no hablás de circunstancias, cuando perdés llorás, estás como la mierda, por esa misma razón sentimental que cuando ganás también llorás de emoción. Las vicisitudes del fútbol nacional tardocapitalizado hacen que “pibes populares” como Tévez o Agüero (que cumplen con los requisitos del origen villero, el salteo escolar, el espasmo famoso, la modelito garchable devenida socia conyugal, y por fin, la pila de dinero que aleja) se vean absurdamente anestesiados ante los flujos emocionales a los que invita el honor deportivo en juego.

El seleccionado nacional de hockey femenino había iniciado una larga marcha silenciosa mucho antes de ser Las Leonas: los primeros rayos de sol salieron en 1994, con el subcampeonato en el mundial juvenil de Dublín, y el triunfo en los Panamericanos de Mar del Plata en 1995. Esa etapa mostró a una camada de jugadoras de un inusual talento individual (Karina Masotta, Sofía MacKenzie, Vanina Oneto, Gabriela Pando) que, sin tener un respaldo infraestructural suficiente, lograron jugar un hockey vistoso y artesanal frente a la mecanicidad y la intensidad física de las potencias extranjeras. Esa luz al final del túnel marcó el rumbo: la selección femenina de hockey comenzaba a decidir de qué forma se jugaría a este deporte en el futuro, cuál sería el trademark argentino, “la nuestra” frente al establishment del hockey internacional. Con la performance de Atlanta ´96 se cierra un ciclo: hay jugadoras, pero no un equipo para disputar en la cima. En 1997 llega Sergio Vigil a la conducción técnica, y con él se inicia un proyecto nacional de selecciones: trabajo con exigencias y parámetros profesionalizados (técnicos, tácticos, de preparación física, incorporación tecnológica) para empezar a tejer la argamasa que potencie la nuda habilidad que las chicas traían. Se comprende que al talento hay que ayudarlo con planificación y trabajo: la entronización de la improvisación y la adicción al milagro deportivo es como “la revolución”, una paja efímera para amateurs, pero nunca la clave para construir una hegemonía deportiva.

En los olímpicos de Sydney 2000 acontece lo que quizás sea la gran resurrección deportiva de un seleccionado nacional: un equipo al borde de la eliminación se autoinflige una metamorfosis temperamental sin precedentes en una competencia in progress, y termina llegando a la final y a la medalla de plata. Se consolidan jugadoras bisagra (Luciana Aymar, Cecilia Rognoni, Soledad García) que van a marcar la época dorada del hockey nacional. Nacen Las Leonas.

De ahí en más, la historia ya es más conocida: diez años de dominación del hockey mundial, en diálogo con Holanda, Australia y Alemania.

A Las Leonas las ven jugar y hablan de ellas el policía, el vendedor ambulante que paró un rato de yugarla y se quedó de parado ante una tele para ver a Luciana Aymar porque “esa piba es un fenómeno, es como Maradona”, el colectivero que le pregunta a un colega si “vio a Las Leonas” porque “esas minas sí que dejan la vida en la cancha” y “da gusto verlas jugar”. Un deporte es popular cuando es bien jugado y obtiene resultados, y no por los yacimientos clasistas que lo ornamentan. Por eso, el chiste que hizo la devaluadísima revista Barcelona cuando Los Pumas salieron terceros en el mundial 2007 (“el ejemplo de los pumas es el ejemplo de los garcas”), hoy sería un patético anacronismo, si es que todavía a alguien se le ocurre hacer una lectura clasista de los “deportes aristocráticos”. ¿Alguien se animaría a decir que “las chicas del hockey son de guita” cuando vemos que el negrito Tévez, el negrito Di María y el negrito Agüero son, directamente, millonarios?

El mundial de hockey de Rosario entregó este tremendo momento político, una especie de coda del Bicentenario de la cual la clase política nacional debería tomar nota, porque nos habla de los aromas que se van respirar después de 2011. Los políticos van a tener que hacer algo con esa necesidad de amor que sale de los poros nacionales; el pueblo es una figura caleidoscópica que ya no acata los binarismos de la representación acuñada en empolvadas bibliotecas sesentistas: ahora hay que atender en varios mostradores simultáneamente, y las provisiones para ciertos sectores están atrasadas. Hoy, cuando del sintagma “nacional y popular” se hace un uso promiscuo y abusivo desde los islotes políticos, un tipo como el Chapa Retegui se planta y dice: Las Leonas son el equipo del pueblo. Y yo digo: esa es la sentencia más genuinamente nacional y popular que escuché en los últimos meses, porque da cuenta de la imperceptibilidad de ciertos desplazamientos desde los cuales se pueden avistar las zonas en las que habitan algunos consensos de lo nacional algo más que deportivos que grandes sectores de la sociedad están buscando. Porque Retegui, además de ser el mejor entrenador que Las Leonas podían tener en esta etapa, utilizó las metáforas de la estatalidad para describir el proceso deportivo: estamos empujando un piano es la imagen lenta y esforzada donde  las continuidades importan más que las rupturas, donde los consensos son mejor digeridos y más operativos que los conflictos. Retegui bordeó el espíritu cegetista cuando habló de la necesidad de “salud, trabajo y unidad” porque “estamos creciendo” para a esa altura ya no saber si hablaba de su equipo o del país. Probablemente hablara de las dos cosas, como muchos argentinos. Yo me cuidaría de juzgar cursis estos paralelismos entre deporte y política.

No sé al país, pero a Las Leonas sí es necesario que se le haga un reconocimiento unánime: el de ser la mejor de todas las selecciones argentinas del deporte nacional de alta competencia, tanto por juego como por logros, en los últimos diez años. Ahí se forja el embrión de lo popular que liga al deporte con la sociedad: las 13.000 personas que reventaron la cancha cantaban: “Hay que alentar, hay que alentar, que Las Leonas es orgullo nacional.” Por eso, y hoy más que nunca, Lucha Aymar está más cerca de Maradona, que Maradona de Messi.