domingo, 12 de septiembre de 2010

El Orgullo Nacional


Una mística no cabalga en el aire, sino que descansa en la marcialidad de los datos duros: dos campeonatos mundiales, tres medallas olímpicas y cuatros Champions Trophy, estar en la elite del deporte mundial (es decir, no bajar de semifinales en toda contienda internacional por los porotos), y todo eso en diez años.

Algo que vale la pena pensar es cómo muta y se actualiza la relación de la sociedad con el deporte en una fase tan álgida, crucial y social como la de la representación de lo nacional: verificar de que manera un deporte popular (y estereotipado como tal en la recidiva de los lugares comunes) como el fútbol va perdiendo su conexión monopólica con la realización concreta del sentimiento nacional deportivo por la falta de un proyecto nacional que le dé sustento y credibilidad. Y ahí, como en la política, la sociedad entrega premios y castigos, porque vivir de la nostalgia es para una minoría intensa, la pulsión social siempre va para adelante (a veces, conservar es ir para adelante) y lo hace notar en los más ínfimos episodios callejeros. Es difícil que el desdentado que vende encendedores en el tren no reconozca la estructura profunda que une a un deporte con el sentimiento de sus intérpretes en esa fase nacional que significa “representar al país”, porque allí son más detectables las imposturas y las excusas. Para los que alguna vez hemos practicado deportes por los puntos (casi todos lo hemos hecho alguna vez) es un golpe bajo (y una paradoja) que Tévez (el jugador del pueblo, según el estereotipo mediático, y el neo-mito de la movilidad social ascendente, según la bomba Sonia Budassi) diga, a cinco minutos de la eliminación del mundial y con el cadáver caliente del 0-4, que la derrota “fue una circunstancia” con tono docente, mientras de reojo controla los mensajes de texto que le van cayendo en el blackberry. Y la verdad que no, que cuando terminás de perder no hablás de circunstancias, cuando perdés llorás, estás como la mierda, por esa misma razón sentimental que cuando ganás también llorás de emoción. Las vicisitudes del fútbol nacional tardocapitalizado hacen que “pibes populares” como Tévez o Agüero (que cumplen con los requisitos del origen villero, el salteo escolar, el espasmo famoso, la modelito garchable devenida socia conyugal, y por fin, la pila de dinero que aleja) se vean absurdamente anestesiados ante los flujos emocionales a los que invita el honor deportivo en juego.

El seleccionado nacional de hockey femenino había iniciado una larga marcha silenciosa mucho antes de ser Las Leonas: los primeros rayos de sol salieron en 1994, con el subcampeonato en el mundial juvenil de Dublín, y el triunfo en los Panamericanos de Mar del Plata en 1995. Esa etapa mostró a una camada de jugadoras de un inusual talento individual (Karina Masotta, Sofía MacKenzie, Vanina Oneto, Gabriela Pando) que, sin tener un respaldo infraestructural suficiente, lograron jugar un hockey vistoso y artesanal frente a la mecanicidad y la intensidad física de las potencias extranjeras. Esa luz al final del túnel marcó el rumbo: la selección femenina de hockey comenzaba a decidir de qué forma se jugaría a este deporte en el futuro, cuál sería el trademark argentino, “la nuestra” frente al establishment del hockey internacional. Con la performance de Atlanta ´96 se cierra un ciclo: hay jugadoras, pero no un equipo para disputar en la cima. En 1997 llega Sergio Vigil a la conducción técnica, y con él se inicia un proyecto nacional de selecciones: trabajo con exigencias y parámetros profesionalizados (técnicos, tácticos, de preparación física, incorporación tecnológica) para empezar a tejer la argamasa que potencie la nuda habilidad que las chicas traían. Se comprende que al talento hay que ayudarlo con planificación y trabajo: la entronización de la improvisación y la adicción al milagro deportivo es como “la revolución”, una paja efímera para amateurs, pero nunca la clave para construir una hegemonía deportiva.

En los olímpicos de Sydney 2000 acontece lo que quizás sea la gran resurrección deportiva de un seleccionado nacional: un equipo al borde de la eliminación se autoinflige una metamorfosis temperamental sin precedentes en una competencia in progress, y termina llegando a la final y a la medalla de plata. Se consolidan jugadoras bisagra (Luciana Aymar, Cecilia Rognoni, Soledad García) que van a marcar la época dorada del hockey nacional. Nacen Las Leonas.

De ahí en más, la historia ya es más conocida: diez años de dominación del hockey mundial, en diálogo con Holanda, Australia y Alemania.

A Las Leonas las ven jugar y hablan de ellas el policía, el vendedor ambulante que paró un rato de yugarla y se quedó de parado ante una tele para ver a Luciana Aymar porque “esa piba es un fenómeno, es como Maradona”, el colectivero que le pregunta a un colega si “vio a Las Leonas” porque “esas minas sí que dejan la vida en la cancha” y “da gusto verlas jugar”. Un deporte es popular cuando es bien jugado y obtiene resultados, y no por los yacimientos clasistas que lo ornamentan. Por eso, el chiste que hizo la devaluadísima revista Barcelona cuando Los Pumas salieron terceros en el mundial 2007 (“el ejemplo de los pumas es el ejemplo de los garcas”), hoy sería un patético anacronismo, si es que todavía a alguien se le ocurre hacer una lectura clasista de los “deportes aristocráticos”. ¿Alguien se animaría a decir que “las chicas del hockey son de guita” cuando vemos que el negrito Tévez, el negrito Di María y el negrito Agüero son, directamente, millonarios?

El mundial de hockey de Rosario entregó este tremendo momento político, una especie de coda del Bicentenario de la cual la clase política nacional debería tomar nota, porque nos habla de los aromas que se van respirar después de 2011. Los políticos van a tener que hacer algo con esa necesidad de amor que sale de los poros nacionales; el pueblo es una figura caleidoscópica que ya no acata los binarismos de la representación acuñada en empolvadas bibliotecas sesentistas: ahora hay que atender en varios mostradores simultáneamente, y las provisiones para ciertos sectores están atrasadas. Hoy, cuando del sintagma “nacional y popular” se hace un uso promiscuo y abusivo desde los islotes políticos, un tipo como el Chapa Retegui se planta y dice: Las Leonas son el equipo del pueblo. Y yo digo: esa es la sentencia más genuinamente nacional y popular que escuché en los últimos meses, porque da cuenta de la imperceptibilidad de ciertos desplazamientos desde los cuales se pueden avistar las zonas en las que habitan algunos consensos de lo nacional algo más que deportivos que grandes sectores de la sociedad están buscando. Porque Retegui, además de ser el mejor entrenador que Las Leonas podían tener en esta etapa, utilizó las metáforas de la estatalidad para describir el proceso deportivo: estamos empujando un piano es la imagen lenta y esforzada donde  las continuidades importan más que las rupturas, donde los consensos son mejor digeridos y más operativos que los conflictos. Retegui bordeó el espíritu cegetista cuando habló de la necesidad de “salud, trabajo y unidad” porque “estamos creciendo” para a esa altura ya no saber si hablaba de su equipo o del país. Probablemente hablara de las dos cosas, como muchos argentinos. Yo me cuidaría de juzgar cursis estos paralelismos entre deporte y política.

No sé al país, pero a Las Leonas sí es necesario que se le haga un reconocimiento unánime: el de ser la mejor de todas las selecciones argentinas del deporte nacional de alta competencia, tanto por juego como por logros, en los últimos diez años. Ahí se forja el embrión de lo popular que liga al deporte con la sociedad: las 13.000 personas que reventaron la cancha cantaban: “Hay que alentar, hay que alentar, que Las Leonas es orgullo nacional.” Por eso, y hoy más que nunca, Lucha Aymar está más cerca de Maradona, que Maradona de Messi.