lunes, 11 de octubre de 2010


Era una legisladora del partido socialista popular a la que a sus espaldas llamábamos Rebeca, menos por ser una mujer inolvidable que por parecer el clon bonaerense de Rebecca De Mornay. Básicamente, la legisladora era una rubia otoñal que no reparaba demasiado en las erecciones involuntarias que provocaba su paso por las cuevas administrativas del Estado, porque a ella sólo le interesaba su labor parlamentaria, la historia del partido socialista y hasta donde no le incomodara mucho, la política. ¿Por qué le decís Rebeca? me preguntaba el mestizaje escalafonario que sostenía aquel dispositivo oficinista que a su vez sostenía el estrellato legislativo de la Rebeca socialista. La filmografía De Mornay que les recomendé afianzó el apodo entre el personal peronista, y hasta alguno era capaz de hacer una mutilada sinopsis de La Mano que Mece la Cuna, aunque la mayoría había flasheado con Risky Business. A la legisladora todos le decían Rebeca. Rebeca iba a las cuevas a pedir antecedentes legislativos para armar la cartografía de sus propios proyectos de ley. Soñaba con la publicación, al final de su mandato, de unos tomitos de obra parlamentaria para repasar en las horas huecas que anteceden al jardín de paz.

Rebeca tenía un guardaespaldas igualito a Lemmy Kilmister, que la cuidaba en el recinto los días de sesión. Algunos cánticos procaces que escupía el populacho desde las barras le habían inoculado el miedo a la legisladora. El miedo a ser abofeteada, cagada a palo, ultrajada sexualmente o matada, vaya uno a saber que pasaba por la cabeza de Rebeca cuando la muchachada que llevaban otros legisladores para meter un poquito de presión sobre determinados temas del orden del día empezaba a gritar, a lanzar algún vasito de plástico (acaso con restos de meo, es verdad, pero no era para tanto) sobre el mar de bancas, a ensayar una picaresca de puteadas, nada más. Rebeca elegía sufrir en vez de disfrutar la situación, que nunca iba dirigida contra ella, porque pertenecía a un bloque minoritario que no incidía en ninguna votación, y entonces ¿de qué tenía miedo?, pero Rebeca no pensaba así, mirá Luciano lo que es esto, así no se puede trabajar, una pide la palabra y nadie presta atención al discurso, a la importancia de este proyecto que otorga subsidios a la nueva biblioteca popular de Carhué, lo que pasa es que en este país a nadie le interesa la cultura, toda esta gente que ustedes (aunque vos sos distinto, Luciano, pero) traen para patotear es una vergüenza, esta pobre gente es así por la falta de educación, un día voy a salir lastimada del recinto, acordáte, esto no puede ser… Con la custodia de Lemmy y media pastilla de alplax, Rebeca aguantaba toda la sesión, pero quedaba destruida y al otro día no iba a la oficina, pobre Rebeca, se hace mucha mala sangre decían las chicas de la cocina mientras ponían Gilda como música de fondo que salía suavecito de la mayordomía.

Una vez  Rebeca me invitó a participar de una reunión de la juventud socialista, yo le dije pero eso es un oximoron y nos reímos. Es para que veas como discuten política nuestros chicos y vos que sos culto, les enseñes a los tuyos, me dice Rebeca en una inusual faceta provocadora que yo hubiera podido frizar contestando que a mí la política me había enseñado que no había que enseñar nada, que todo se limitaba a comprender. Pero no dije nada y fuimos a esa reunión de los jóvenes socialistas, un local chiquito que olía a 1930, a 1955, a naftalina teórica. Un gordito seborreico se presentó como el maestro de los niños socialistas pero no era joven, se trataba de un nostálgico del MNR, un universitario crónico que había conservado por inercia la jefatura de ese grupo de jóvenes a los que ponía en situación de historicidad para iniciar la carrera partidaria-parlamentaria. No había nadie, me sirvieron café, esperamos, Rebeca y el gordo hablaban del drama educativo, de la lucha docente, el gordo tiró un “claro, más universidades y menos cárceles” y yo evitaba cagarme de risa, el gordo me miraba como para que opinase, yo me hacía el boludo y le miraba las piernas a Rebeca para entretenerme. Cayeron otros adultos con barba que se presentaron como jóvenes del socialismo popular, y  al final aparecieron tres chicas que no sobrepasaban los veinte años, en musculosa y shorcito, las allstar botita, saludaron a Rebeca y dijeron ¡qué calor!, pero calor no hacía. Rebeca me comentó que las chicas eran hijas y sobrinas de no se qué dirigente del partido, y que se estaban iniciando, las chicas querían militar, asumir un compromiso, ascender a una moral política digna de la estirpe socialista de un Ghioldi, un Repetto. Las chicas se dejaron caer en los asientos y miraban a todos, se hacían las tímidas pero tenían demasiada piel a la intemperie y era fácil sacarles la ficha, les dijeron reunión de juventud, habrá chicos, vamos. Y se les notaba en las caras la desilusión ante todos esos prolijos adultos que no les daban bola, que ya se habían enfrascado en parloteos políticos intestinos con Rebeca y el gordo que los comandaba, era un club de cultura socialista venido a menos y las chicas se aburrían antes de empezar. Lo más interesante de la reunión era observar como las chicas fingían escuchar al gordo que peroraba mientras buscaban alguna complicidad ocular con el sexo opuesto, los ojos de las chicas socialistas pedían caricias, quizás llegar a la instancia de la humedad, quizás abrir vías de acceso al coito, quizás encontrar un amor. Eran chicas Blaisten que no estaban dispuestas a cerrarse por melancolía, querían extender el campo de batalla y goce, querían coger y recién después comenzar a apasionarse con la figura excelsa de Guillermo Estévez Boero a la cual el gordo reformista dedicaba ahora un lacrimógeno panegírico en su memoria, y ahí estaba el retrato de don Guillermo colgando de la pared con el pañuelito estanciero atado al cuello, un hombre honesto, íntegro, un diputado de la nación que palmó en pleno ejercicio aliancista, y que tuvo la suerte de no ver el final de gestión del primer gobierno progresista partidario de la historia nacional.

Cuando la reunión moría y las chicas socialistas ya pensaban que hubiera sido mejor quedarse en casa y hacerse una lenta y prolongada paja, el gordo se salió del libreto y me indagó con alguna pregunta política menor, ¿cómo ves la gestión socialista de la intendencia de Rosario?, el gordo quiso salir del iglú parlamentario,  y mi inconsciente lo único que tenía para traducir en palabras (y fue lo único que dije en toda la reunión) fue que todo bien, pero mientras Alfredo Palacios y Alicia Moreau de Justo se sentaban en la Junta Consultiva y se sacaban fotos sonrientes con Aramburu y Rojas, José Ignacio Rucci era delegado de Catita y ponía caños, organizaba a las masas, era perseguido y encarcelado, resistía junto al pueblo contra la dictadura que tus ídolos bancaban, gordo, así que no me jodas. Rebeca se asustó un poco, ay Luciano no te puedo invitar a ningún lado, y cuando todos se fueron, se rió.

En cierta ocasión, a Rebeca el mestizaje la embaucó y le dijo que era mi cumpleaños, los negros eran tremendos cuando querían joder, y Rebeca viene a mi oficina y dice ay Luciano, yo sé que vos no sos socialista ni lo vas a ser, pero esto te va a gustar, es un regalo. Era una foto de Salvador Allende. Allende estaba con el brazo extendido y la banda presidencial puesta, podía estar tanto saludando a la multitud como parando un taxi, según como nos imagináramos el contracampo. Miré la foto, levanté la cabeza y miré a Rebeca. Se le escapaba una lágrima, era un idealista, dijo, un gran hombre, dijo, no mancilló sus convicciones, dijo, dio la vida por su patria, dijo. Y yo no dije nada, conmovido por Rebeca y no por Allende, le agradecí la foto y por la puerta del costado vi a dos cumpas que me hacían caritas, se cagaban de risa a espaldas de Rebeca y de frente a mí. Yo a los 16 fui fan de los montoneros, me emocioné con la inmolación de Allende, el fusil de Fidel, las alamedas y el hombre nuevo. Pero había pasado el tiempo y cuando ya tuve un poco más de pelo en el pubis, me dediqué a analizar el gobierno de Allende. Lula es mejor político que Allende. Recordé, mirando la foto de Rebeca, que Allende no quiso cerrar con Tomic, el médico cajetilla se había subido al caballo y no creía en las alianzas de gobernabilidad. Y recordé aquella escena de 1972, cuando Allende le habla a los obreros mineros de Chuqui para que levanten la huelga y les explica las bondades de la expropiación sin pago de indemnización, los obreros lo miran con cara de gano un sueldo de hambre, capo y Allende les dice que son los elegidos de nuestro mundo proleta, y que si los sueldos son bajos, eso no es culpa del gobierno sino del imperialismo yanqui. Recordé también, con la foto en la mano, la conversa de Perón con la JP en Gaspar Campos, el 8 de septiembre de 1973, faltaban tres días para que Allende cayera y el Viejo ya le hacía pelo y barba al socialismo a la chilena, les narraba a los niños jotapés todos los errores que Allende había cometido, pobre amigo Salvador en que quilombo se ha metido por poner la Ferrari a 300 por hora en una curva, un turro el Viejo que decía poco menos que a Allende se le había escapado la tortuga porque no entendió nada, no leyó bien el contexto latinoamericano y mundial, ¿se acuerdan? eso decía Perón de Allende. Yo respetaba las emociones postreras que Allende generaba  entre sus fans, en Rebeca, en el PSP, pero a mí me pedían mucho, yo tenía un carcinoma de insensibilidad y estaba seco ante la foto, ante los documentales, ante el mito.

Con Rebeca teníamos en común la variada sintomatología de la sensación de pánico y en su oficina ocurrían charlas médicas que eran deploradas  con la burla por mis compañeros y compañeras que no tenían esos problemas, andá al loquero, Luciano y llevate a la Rebeca, y se reían, claro ustedes qué se van a estresar si no laburan, les tenía que decir porque sino te gastaban todo el día.

El día que Rebeca trajo a una colega española del PSOE para que diserte ante la militancia socialista argenta, se congregaron varios pavos reales que querían una foto con la flaca, socialistas de cabotaje que así se sentían parte del poderoso socialismo español ejecutivo y hegemónico. Rebeca trajo a la diputada a su oficina, le mostró su templo laboral, la presentó con orgullo y salió el tema de la fenomenal producción cultural durante la transición  y el destape, se emocionaban con las películas de Pilar Miró, de Garci. ¿tu las has visto?, me pregunta la gallega y sí, las vi en Función Privada con Morelli y Berruti durante el alfonsinismo, pero yo prefiero las películas de Jess Franco porque había que tener huevo para filmar eso durante el franquismo, en la transición filmaba cualquiera. ¿Vos viste las de Franco? y la diputada se pone colorada, quiere cambiar de tema, Soledad Miranda y Lina Romay la rompían frente a la cámara le digo, Rebeca no entiende nada, la diputada no le explica, mucho destape pero se turban por unas vampiresas trolas en celuloide.

El drama mayor de Rebeca era que cada tanto, digamos dos veces por año, le visitara la oficina alguna familia carenciada en busca de ayuda social. Extrañamente, esa información (que ella era legisladora) llegaba a las capas más bajas de la sociedad bonaerense, y algunos atrevidos se creían con el derecho de ir a pedirle beneficios. Rebeca podía sacárselos de encima con unos billetes, pero su ética y el miedo de que volvieran la paralizaban, y se desesperaba, no sabía como resolver, y se veía obligada a pedirnos ayuda. Rebeca no conocía el funcionamiento de las áreas ejecutivas del Estado ni tenía contactos en esos paisajes lejanos llamados direcciones, secretarías, ministerios. Entonces sucedía que algún mestizo de la planta se llevaba a los pobres que iban a pedir la cuota diaria de subsistencia (como en la tómbola, ese día le había tocado a Rebeca) a una dependencia estatal más conducente.

Rebeca ama a Binner, me habla del proyecto para niños de Tonucci que Hermes implementó, del presupuesto participativo (del que participa la clase media), y yo le digo que sí, que tiene razón. Y no digo más nada, porque a veces es conveniente fraternizar con el silencio.