miércoles, 21 de mayo de 2014

La renovación y la prosa de los votos*


No hay escuelas superiores, los centros doctrinarios que quedan son espacios de la memoria, los institutos históricos son el hobby enciclopedista de los nostálgicos y la efímera calentura intelectual de los recién llegados. El Museo Evita es el recorrido pop que hace la clase media alta para reafirmar las afinidades estéticas adquiridas durante la politización kirchnerista.

Una visión modernista de la política podría afirmar todavía el vínculo causal que existe entre la producción intelectual y la renovación de las ideas políticas. Una mitología que remite al partido de cuadros, los congresos, los documentos.

Aún sustentado en la praxis, el peronismo que lideró Perón promovía (como partido de Estado) la obligatoriedad escolar del militante y la exigencia de actualizar doctrina como parte de la glorificación evitista del empleado público y la enfermera.

Para Perón la formación educativa del militante era la semilla de las renovaciones futuras que habrían de transitarse con el patrocinio de su liderazgo. Pero la muerte del líder coincide con una época de fuerte crisis y reforma estructural del capitalismo mundial que impacta en la política: los electorados dejan de aceptar ese romanticismo decimonónico que todavía persistía como el factor estructurante de las ideas y acciones políticas.

Comprender la relación entre democracia y mercado a la hora de producir política sería la llave para la construcción de nuevos liderazgos y representaciones.

En la Argentina, ese tiempo llegó algunos años antes de 1983 y el consenso alfonsinista interpretó mejor la esperanza social y demócrata (en un sentido no ideológico) de la sociedad frente a un peronismo que había sobrevalorado el posibilismo continuista de su propuesta electoral.

La apertura democrática encuentra al peronismo derrotado y conducido por Las 62 Organizaciones, inmerso en una profunda lógica defensivista que la organización sindical provee eficazmente para sostener al movimiento mientras dura la represión y la ilegalización de los partidos políticos, pero que a esa altura conspiraba contra la recuperación de capacidad electoral del PJ como partido productor de poder y creador de representación.

El surgimiento de la Renovación Peronista obedece a una necesidad operativa y solo secundariamente ideológica, aunque ambos componentes estaban enlazados en la disputa contra Las 62 y algunos feudos provinciales.

La profunda discusión intrapartidaria fomentada por los renovadores (congresos, afiliaciones, producción intelectual) es posible porque el peronismo no controla el Estado Nacional y ve reducido su índice histórico de gobernaciones provinciales: cuando las corbatas desplazan a las camperas del control partidario y aparece en el horizonte la posibilidad de disputar nuevamente el poder presidencial, toda esta discusión intrapartidaria pasa automáticamente a segundo plano.

Teorema del peronismo (pos) moderno: el debate de ideas en la trama partidaria es directamente proporcional a la lejanía del Estado.

Además de la modernización institucional partidaria para volver a ganar, la Renovación encara una refacción ideológica bastante difusa y divorciada de la coyuntura económica, que oblicuamente dejaba traslucir cierta incomprensión de aquello que socialmente ya estaba integrado en el consenso alfonsinista: a la indiscutibilidad de la democracia liberal como esquema básico de la tramitación política de los conflictos sociales, la Renovación oponía un concepto ambiguo y abstracto de democracia social-popular, una institucionalidad al uso nostro peronista que la sociedad ya no reclamaba por considerarla satisfecha con la prosa parquenortista de Alfonsín y la efectiva restauración de la democracia que operó el radicalismo.

Así, el debate ideológico que proponía la Renovación funde a negro y transita hacia un no-lugar de la realidad política cuando Menem gana la interna de 1988.

La otra renovación silenciosa del peronismo en esos años, menos hablada y menos receptada por el soporte literario, es la que se desarrolla al ritmo de la reconversión económica del país: la mano de obra desocupada de las regionales sindicales pasa a cumplir funciones en los territorios civiles a los que la pobreza mejor se adapta (Curto), lugar donde ya estaban los punteros recolectados por la dirigencia intermedia renovadora (Duhalde).

De esta constelación orillera nacen las estructuras territoriales que van a elegir al peronismo como eje de su política transaccional y de representación político-electoral. Este tramo va del reparto de la caja PAN a la modificación del PJ como partido clientelar de masas.

El proceso renovador de los ´80 deja como huella candente del peronismo, más allá de los debates ideológicos y las reformas instrumentales promovidas, la idea de electorabilidad como un nuevo perfil de liderazgo y representación que comprende perfectamente las nuevas relaciones entre democracia, mercado y política.

En definitiva, que comprende la nueva cultura de consumo de la sociedad que le toca gobernar.

Esa electorabilidad no surge del “texto” de la Renovación, sino de los hechos producidos por la puja intrapartidaria (que ganó la Renovación).

En este sentido, y pese a los ríos de tinta derramados por la revista Unidos, podemos decir que el producto intelectual mas genuino de la Renovación está reflejado en el liderazgo y la representación que va a encarnar Carlos Menem, y luego, como parte de la misma generación de presidentes, Eduardo Duhalde, Néstor Kirchner y Cristina Fernández.

El político peronista que surge de la Renovación encarna un liderazgo hecho a si mismo, que construye su capacidad electoral con materiales que encuentra fuera de la política tradicional: en los medios, en la imagen, en protocolos no políticos para relacionarse con la sociedad, en una renovación del lenguaje político que disminuye las expectativas líricas puestas en palabras-idea como “pueblo” o “movimiento” y guarda para consumo interno la mayor parte de la simbología sonora y visual del peronismo originario.

El político peronista pasa a ejecutar el populismo en las formas, los gestos y los actos de gobierno, y no ya en el texto desde el cual enuncia la política.

Con improntas propias, los liderazgos de Menem y Kirchner están atravesados por estas características que reflejan la manera en que el peronismo resolvió los problemas que ofrecía la posmodernidad a la tradición política populista.

Con la vuelta del peronismo al poder en 1989 y su progresiva conformación como partido de gobierno que modifica la conformación bipartidista del sistema, las posibilidades de la discusión partidaria como fuente de innovación ideológica se reducen drásticamente.

El alfonsinismo no puede garantizar la estabilidad socio-económica del país y el peronismo asume las misiones pendientes: liberalizar la economía para estabilizarla y destruir al partido militar para darle una consolidación realpolitica a la democracia.

La eficacia relativa de la tarea unge al peronismo como el partido del orden democrático, aquel que garantiza una administración estable de la economía y de la conflictividad social por su mayor capacidad de representación y tramitación concreta de la política entre los sectores más pobres de la sociedad, pero también (y cada vez más) entre la clase media despolitizada que no encuentra cauces de representación en los partidos no peronistas.

Ya sea para administrar situaciones de ajuste (Menem), crisis terminal (Duhalde) o distribucionismo (Kirchner), el peronismo no puede ya disociarse del manejo del estado, de la gestión, de cierta cárcel weberiana que le deteriora la oxigenación política e intelectual, pero que lo fortifica como partido de poder.

Los que hablan la política son los que ganan, los que gobiernan.

La música peronista la toca el que lidera, el que capta el orden político internacional de su época y lo traduce mejor a representación local, el que escribe la partitura módicamente populista de su tiempo.

Las sucesivas “éticas de la responsabilidad” posponen la palabra de las bases.

La “salida” no se cuece en el debate partidario sino en el nuevo liderazgo que irrumpe.

El kirchnerismo sembró una pretensión renovadora vinculada a la promoción de los jóvenes en la política. Una operación estética que pone la mira en la generación juvenil de los ´90 recuperando una concepción de la producción política sobre el eje romantizador-idealista en el marco de la fundacionalidad kirchnerista, pero que al omitir la transformación política del peronismo realmente existente durante los ´80, prescinde de una lectura equilibrada de la política y  el poder que es constitutiva, precisamente, de cualquier pretensión renovadora del peronismo.

Los que ganan, renuevan. El triunfo legitima la palabra política novedosa. Lo que separa a La Cámpora de los Massa e Insaurralde no es la ideología, es la hermenéutica.

Para éstos últimos, la política no tiene fecha cierta ni se historiza, no vieron un big bang político el 25 de mayo de 2003: son tipos que se profesionalizaron políticamente durante el kirchnerismo, pero tuvieron su educación sentimental allí donde los gobiernos de Alfonsín y Menem se iban enlazando en rupturas y continuidades (democracia, mercado, política y cultura) que reflejaron de un modo bastante realista los consensos silenciosos que firmaban al pie las mayorías sociales.

Cada vez más, y mientras no haya una crisis que lo desaloje súbitamente del Estado, los presuntos renovadores del peronismo serán aquellos que efectivamente quieran dar el debate de las ideas, pero con una previa construcción electoral de poder que los respalde en la palabra.

*(Texto original de uno similar publicado en Revista Crisis en octubre de 2013.)